Sisto Turra desafió el gobierno de Bogotá en memoria de su hijo
Guido Piccoli
traducción Simone Bruno
El pasado martes por la noche murió Sisto Turra. Un hombre brusco, irónico y cariñoso como pocos. Un anarquista que amaba provocar a la gente que le hablaba de política. Un excelente maestro para los estudiantes del Policlinico de Padua, hospital principal de esa ciudad. Mucho más que el presidente de la Sociedad Italiana de Ortopedia y Traumatología para los colegas de uniforme blanco que hoy a las 11 de la mañana, le harán un homenaje homenaje en el patio del antiguo Palacio del Bo. Pero lejos de Padua, donde vivió y murió, y de Feltre, donde nació hace 70 años y donde reposarán sus cenizas; Sisto fue principalmente “el padre de Giacomo” asesinado en Cartagena el 3 de septiembre de 1995 cuando contaba solo con 24 años. Sisto empezó a morir en este momento, cuando fue informado por un mariscal del comado de policía de Padua y, a poco después, cuando un oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores de la Farnesina habló de sobredosis. En la narco-Colombia, Giacomo había “razonablemente” muerto por abuso de drogas. Razonable para todos, pero no para Sisto. Cuando, después de atravesar el Atlántico, le fue presentado un cadáver sobre un mármol de la morgue, quedó atónito. “Resígnese” ordenó el oficial del consulado. Pero ese no era el cuerpo de un muerto de sobredosis, sino el de un muchacho masacrado a palizas. Sisto lo gritó a todos aquellos que le aconsejaban de cargar el cuerpo en el primer avión para Italia; a los periodistas que hablaban de un italiano más “que vino a embutirse de coca y marihuana”; a la policía local, que alegó que el muchacho, bajo efectos de las drogas, se había golpeado a sí mismo, brazos, piernas, pelvis, costillas y fémur contra un poste de la luz.
Sisto en aquel entonces no entendía el motivo de tal barbarie. Al igual que Giacomo, graduado en antropología y fascinado por los indígenas de la Sierra Nevada, hacia caso omiso de la otra cara de Colombia: el terrorismo de Estado y los abusos de los hombres en uniforme que, esa noche, por casualidad, no atropellaron a sus víctimas habituales — pobre u opositores -, sino a un joven turista que se había rebelado contra unos ladrones y sus cómplices en uniforme. Sisto encontró una razón para vivir, la de hacerle justicia a su hijo. Movió montañas con el apoyo especialmente de Simonetta, Judith y Battistina, madre, hermana y tía de Giacomo; de la compañera Franca, de tantos amigos tan diferentes entre ellos como los del Centro Social Pedro de la ciudad de Padua o del oficial anti-droga Piero Innocenti de la embajada italiana en Bogotá. Empleó abogados, involucró parlamentarios y parlamentos, jueces y tribunales internacionales, logró debilitar las relaciones entre Roma y Bogotá y hacer encarcelar durante unos pocos meses a los cinco asesinos de Cartagena; hizo publicar un libro de poemas de Giacomo ( “Mi viaje”) y titularle un salón de la Universidad de Padua, estimuló la curiosidad de investigación de García Márquez, miró en la cara y le hizo bajar los ojos a Alvaro Uribe. “Tengo la sensación de no hacer algo por él, sino de hacer algo que él habría hecho” escribió un día. Empezó incluso a amar a Colombia y a los colombianos que reconoció como víctimas, de la misma manera que Giacomo, de la violencia estatal. Leyó que Giacomo se había convertido en un símbolo también en Colombia, donde la prensa había definido “Turra colombianos ” a otras personas asesinadas. Quiso creer en la seriedad del proceso, de la apelación y de la casación. Cuando se acabó la última payasada legal, Sisto empezó a morir de nuevo, rindiéndose de inmediato . Así cómo se rindió el martes, cansado de estar en una cama de hospital, atravesado por sondas y tubos, ya privado de los últimos placeres: Seneca, su whiskey, la Fórmula Uno, el coche rápido sintonizado en la emisora Marilú. Sisto Turra no podía ganar sus batallas. Pero hizo jugó su papel hasta el final. Por lo tanto se quedará en el corazón y en la memoria de quienes lo amaban. Para siempre.