¿Por qué clama el Catatumbo?
¿Por qué clama el Catatumbo?
por Annalisa Melandri — www.annalisamelandri.it
Los diálogos de paz de La Habana, Cuba, entre la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP) y el gobierno colombiano, parecen haber destapado en la tierra de Macondo una inmensa Caja de Pandora.
Solo con soñar la paz, todo se vuelve posible.
No apenas en la isla caribeña, patria de nuestro padre Fidel y de nuestra madre, la dignidad latinoamericana, cuyo 60 aniversario celebramos justo en estos días, las delegaciones han abordado el tema de la reforma agraria, eje neurálgico de la justicia social, en Colombia, desde esa misma tierra –cuya tenencia ahora el reto consiste en democratizarla, cuyo trabajo es tiempo de dignificar– desde ese mismo elemento básico de la naturaleza, surge el nuevo clamor del pueblo.
Los campesinos de esa polvorera silente que ha sido hasta hoy en día el Catatumbo, reclaman, piden y gritan por derechos ancestrales; reclaman, piden y gritan todo lo que Catatumbo está reclamando, pidiendo y gritando desde aquel nefasto 29 de mayo de 1999, cuando un estado asesino abrió las puertas de su más florida región a las garras sangrientas de su ejército aliado a la violencia paramilitar.
El mundo entonces estaba ausente o mirando por otro lado y la Caja de Pandora estaba bien serrada. La sangre corrió por las veredas, los muertos lanzados a las fosas o colgados a las ramas de los arboles, descansaron en otro momento como simples NN bajo cruces artesanales hechas por manos piadosas con lagrimas y rabia.
Colombia mientras tanto lavaba su ropa sucia en los cuarteles militares o en las salas del Palacio de Nariño.
Fueron años de despojo de tierras, mientras con ellas se iba despojando el futuro, los sueños y la vida misma del campesinado del Catatumbo.
El terror llegó con nombres difíciles: las ejecuciones extrajudiciales, palabra con la que las organizaciones humanitarias indican el crudo asesinato de inocentes, fueron casi 10 mil solo en esa región; el desplazamiento, con que se llamó el viaje sin retorno de los campesinos despojados de todo, menos que de la pobreza –que ya era entonces fiel compañera de vida– y que desde ese entonces se llamó miseria o se le agregó el adjetivo de “extrema”, vio 100 mil de esos peregrinos sin retorno dirigirse hacia las ciudades; los desaparecidos –y no hay otra palabra para minimizar el drama de la muerte huérfana de una tumba donde llorarla– casi 600.
Las palabras duelen y asustan y la geografía colombiana pudiera describirse enteramente con palabras de horror.
El Catatumbo no es solo una riquísima y fértil región del departamento del Norte de Santander, atravesado por el rio que lleva su mismo nombre, abrazada a la línea de confín con la vecina Venezuela, no, eso no era suficiente, al Catatumbo había que abrirle sus venas y sacarle su sangre: petróleo y carbón, uranio, oro y piedras preciosas.
Los campesinos eran una componente innecesaria del paisaje. Tenían que irse y dejar el campo libre.
¿Cómo lograrlo? Transformando sus hogares en un infierno, sus pueblos en degolladeros, sus campos en cementerios.
Muchos huyeron –se “desplazaron” dirían luego las ONG– dejando el botín sobre el que estaban sentados en las manos de los halcones, de las transnacionales y sus hombres en saco y corbata, de los narcotraficantes.
Los que se quedaron sobrevivieron, fumigados por el glifosato y hostigados por los viejos y nuevos paramilitares, buscando sustento en lo único que había disponible: las plantaciones de coca, la madre de todos los negocios.
Hoy, que se vuelve a rumorear con ese concepto olvidado e innominable, que mueve golpes y magnicidios, capaz de derrumbar gobiernos y de atemorizar las oligarquías terratenientes en todo el mundo y en manera particular de nuestra Patria Grande, hoy que se vuelve a hablar y soñar con una reforma agraria, los campesinos, los que se quedaron y los que con el tiempo regresaron, hoy piden y claman por un nuevo Catatumbo.
Claman por el dialogo, por el derecho a la tierra, por subsidios estatales frente a la erradicación manual de la plantaciones de coca, por programas para desarrollar pequeñas y medianas actividades agrícolas.
Lamentablemente parece que no ser estos lo planes del gobierno.
Los hombres en saco y corbata hablan inglés y dibujan en la geografía nacional plantaciones de palma africana, concesiones mineras y petrolíferas. Su trabajo no había terminado. “Demasiado temprano están hablando de reforma agraria!” parecen gritar desde los altavoces que les presta el gobierno. “Déjenos terminar con nuestro plan!” y piden al ejército represión y mas represión. Regresarán los paracos, volarán las Aguilas Negras…
La Habana parece haber interrumpido el trabajo sucio de despojo del territorio, las venas del Catatumbo estaban abiertas y las sanguijuelas listas.
Una vez más en la tierra de Macondo los deseos y las necesidades del pueblo, del campesinado, de los indígenas van en dirección opuesta al plan nacional e internacional para Colombia.
Solo con soñar la paz –y una reforma agraria– todo se vuelve posible, y la violencia se reanuda.
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